Los sábados de tarde siempre tuvieron un gusto especial. Era el día en que, después de jugar a la pelota en la calle, mirábamos películas con mi hermano. Si eran de cowboys mejor, mis preferidas. Nada podía compararse al vértigo que sentía cuando el solitario vaquero caía en la emboscada de esos indios salvajes, y con su único revólver –que podía disparar hasta quinientas balas sin recargar– lograba salvar su pellejo, y cuando no, también el de la muchachita desvalida, si es que existía en el guion.
Ya por la noche mi padre me contaba la gesta de Maracaná, una y otra vez: perdíamos uno a cero, 200 mil almas en contra, pero en cancha habían once orientales, que peleaban contra todo, contra la injusticia, contra un juez inglés que poco entendía y contra el invencible team brasileño. Así y todo, logramos dar vuelta el partido. Dos a uno, ¡Uruguay campeón! ¡Uruguay nomás!
La hazaña que nunca vi la vivencié una y otra vez, mil veces, un millón y más. El relato que no escuché aún resuena en mis oídos. Y el gol de Ghiggia cada 16 de julio lo volvemos a gritar.
Crecimos y nos enamoramos de esa y otras épicas, necesitamos del héroe que rompa los esquemas y que salve a la comunidad sin importar el cómo; claro está, siempre y cuando sea por una “causa justa”.
Fue de esa forma que en el nombre de Dios se conquistó América, se la regó de sangre y se exterminaron civilizaciones enteras de la mano del hombre blanco. Esos hechos contaron con una atmósfera épica: el aventurero que llegaba a un territorio hostil y atravesaba penurias extremas con el único objetivo de traer la palabra de Dios a los infieles. Aventureros mandatados divinamente por los reyes.
Fue en el nombre de Dios.
Así como lo señala la historia, como nos lo narra Hollywood y mil escritores de las más diversas culturas, es de la misma forma en que también funciona el relato en la política. Son importantes los políticos, son importantes sus ideas, es importante su entorno, pero es muy importante el relato político y su puesta en escena.
La épica ha nacido con nuestra civilización, nos mueve y nos conmueve; seguimos necesitando de un héroe, de un enviado divino que nos marque el camino, que siempre es empinado y pedregoso, o así lo sentimos –o así nos lo hacen sentir–.
Los años pasan y descubrimos que aquellos cowboys nunca deberían haber sido nuestros héroes, nos avergonzamos de las muertes que provocaban los revólveres de 500 balas a nativos que cometieron el pecado de habitar naturalmente el territorio en que habían nacido; cuestionamos la conquista de América; pero en Uruguay seguimos festejando Maracaná.
Es que no toda épica es mala, ni todos los héroes se convierten en villanos. Se trata de fórmulas exitosas aplicadas en la política a lo largo de los tiempos.
Ya no se conquistan territorios en nombre de Dios, no en estas latitudes al menos. Hoy vemos otros fenómenos en la política nacional e internacional de los países en los que se puede trazar paralelismos con estas historias de antaño.
Somos propensos a enamorarnos de un héroe y de una misión que lleva adelante ardua y trabajosamente, que en caso de ser exitosa salvará la patria. Los ejemplos abundan.
En el nombre de todas las víctimas de la inseguridad ciudadana aparece un héroe convocando a marchar por las calles de nuestra ciudad, porque así no podemos seguir viviendo. Los medios de comunicación juegan el rol de la industria cinematográfica y le da el tono de drama a la escena que ya de por sí es doblemente dramática: por la situación en sí y por el uso – abuso de la misma.
En el nombre de la Justicia un nuevo héroe se viste de salvador y enfrenta la corrupción. Así, junto a un grupo de apoyo, logra destituir a actores políticos que fueron electos en las urnas por el pueblo, sin que este pueda pronunciarse. El mensaje es que el héroe logró salvar los intereses de la nación.
En el nombre del pueblo un héroe sale en expedición (ya no en carabela) por el planeta, se reúne con líderes mundiales y llega a negociar tratados comerciales contraviniendo programas de gobierno a través de los cuales fue elegido. El mensaje es que el héroe salvará la economía de su país a pesar de todo y generará fuentes laborales.
En el nombre de la moral, la ética y las buenas costumbres, héroes del legislativo cambian de partido político a mitad de mandato y se ven imposibilitados a devolver las bancas, porque les pertenecen y porque esa será su trinchera para defender al pueblo soberano.
Hay casos de sobra, en todo el planeta. En comunicación política cobra vital importancia el relato y su puesta en escena. La épica continúa siendo el motor que nos moviliza, lo que nos sensibiliza, lo que nos emociona y el héroe es el encargado de cumplir esa misión exclusiva para los elegidos, antes lo hacía en nombre de Dios, hoy en nombre del pueblo.
Claro está, que como con los cowboys y los aventureros con los que crecimos escuchando sus historias, puede acontecer que quienes hoy buscan ser héroes el tiempo los convierta en villanos es que, hasta el momento, pocos Maracanaces han logrado mantener su épica a lo largo de los años.
Publicado en semanario Voces. Edición del 10 de noviembre de 2016.
Ya por la noche mi padre me contaba la gesta de Maracaná, una y otra vez: perdíamos uno a cero, 200 mil almas en contra, pero en cancha habían once orientales, que peleaban contra todo, contra la injusticia, contra un juez inglés que poco entendía y contra el invencible team brasileño. Así y todo, logramos dar vuelta el partido. Dos a uno, ¡Uruguay campeón! ¡Uruguay nomás!
La hazaña que nunca vi la vivencié una y otra vez, mil veces, un millón y más. El relato que no escuché aún resuena en mis oídos. Y el gol de Ghiggia cada 16 de julio lo volvemos a gritar.
Crecimos y nos enamoramos de esa y otras épicas, necesitamos del héroe que rompa los esquemas y que salve a la comunidad sin importar el cómo; claro está, siempre y cuando sea por una “causa justa”.
Fue de esa forma que en el nombre de Dios se conquistó América, se la regó de sangre y se exterminaron civilizaciones enteras de la mano del hombre blanco. Esos hechos contaron con una atmósfera épica: el aventurero que llegaba a un territorio hostil y atravesaba penurias extremas con el único objetivo de traer la palabra de Dios a los infieles. Aventureros mandatados divinamente por los reyes.
Fue en el nombre de Dios.
Así como lo señala la historia, como nos lo narra Hollywood y mil escritores de las más diversas culturas, es de la misma forma en que también funciona el relato en la política. Son importantes los políticos, son importantes sus ideas, es importante su entorno, pero es muy importante el relato político y su puesta en escena.
La épica ha nacido con nuestra civilización, nos mueve y nos conmueve; seguimos necesitando de un héroe, de un enviado divino que nos marque el camino, que siempre es empinado y pedregoso, o así lo sentimos –o así nos lo hacen sentir–.
Los años pasan y descubrimos que aquellos cowboys nunca deberían haber sido nuestros héroes, nos avergonzamos de las muertes que provocaban los revólveres de 500 balas a nativos que cometieron el pecado de habitar naturalmente el territorio en que habían nacido; cuestionamos la conquista de América; pero en Uruguay seguimos festejando Maracaná.
Es que no toda épica es mala, ni todos los héroes se convierten en villanos. Se trata de fórmulas exitosas aplicadas en la política a lo largo de los tiempos.
Ya no se conquistan territorios en nombre de Dios, no en estas latitudes al menos. Hoy vemos otros fenómenos en la política nacional e internacional de los países en los que se puede trazar paralelismos con estas historias de antaño.
Somos propensos a enamorarnos de un héroe y de una misión que lleva adelante ardua y trabajosamente, que en caso de ser exitosa salvará la patria. Los ejemplos abundan.
En el nombre de todas las víctimas de la inseguridad ciudadana aparece un héroe convocando a marchar por las calles de nuestra ciudad, porque así no podemos seguir viviendo. Los medios de comunicación juegan el rol de la industria cinematográfica y le da el tono de drama a la escena que ya de por sí es doblemente dramática: por la situación en sí y por el uso – abuso de la misma.
En el nombre de la Justicia un nuevo héroe se viste de salvador y enfrenta la corrupción. Así, junto a un grupo de apoyo, logra destituir a actores políticos que fueron electos en las urnas por el pueblo, sin que este pueda pronunciarse. El mensaje es que el héroe logró salvar los intereses de la nación.
En el nombre del pueblo un héroe sale en expedición (ya no en carabela) por el planeta, se reúne con líderes mundiales y llega a negociar tratados comerciales contraviniendo programas de gobierno a través de los cuales fue elegido. El mensaje es que el héroe salvará la economía de su país a pesar de todo y generará fuentes laborales.
En el nombre de la moral, la ética y las buenas costumbres, héroes del legislativo cambian de partido político a mitad de mandato y se ven imposibilitados a devolver las bancas, porque les pertenecen y porque esa será su trinchera para defender al pueblo soberano.
Hay casos de sobra, en todo el planeta. En comunicación política cobra vital importancia el relato y su puesta en escena. La épica continúa siendo el motor que nos moviliza, lo que nos sensibiliza, lo que nos emociona y el héroe es el encargado de cumplir esa misión exclusiva para los elegidos, antes lo hacía en nombre de Dios, hoy en nombre del pueblo.
Claro está, que como con los cowboys y los aventureros con los que crecimos escuchando sus historias, puede acontecer que quienes hoy buscan ser héroes el tiempo los convierta en villanos es que, hasta el momento, pocos Maracanaces han logrado mantener su épica a lo largo de los años.
Publicado en semanario Voces. Edición del 10 de noviembre de 2016.
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