Sobran ejemplos de autores de ciencia ficción que realizaron escritos y con el paso de los años sus premoniciones literarias fueron convertidas en realidad. Quizás Jules Verne sea uno de los casos más notorios, pero también lo es Ray Bradbury, y no por sus Crónicas Marcianas, sino lamentablemente por Farenheit 451.
Bradbury escribió ese libro en el año 1953. La historia refiere a un personaje llamado Montag, que es integrante de un cuerpo de bomberos que tenía como misión, adjudicada por el gobierno, detectar bibliotecas y quemarlas. El nombre de la obra –Farenheit 451– alude a la temperatura que se necesita para que arda el papel. Para la administración del país de Montag (no recuerdo con precisión si se mencionaba la nación) era mucho más fácil gobernar a un pueblo que no leyera, a una sociedad poco ilustrada que a un colectivo que tuviera acceso al conocimiento. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
El relato de ciencia ficción de Bradbury se hizo real a lo largo de la historia de la humanidad y tuvo un apogeo veinte años después de la publicación de la obra, en las dictaduras latinoamericanas, cuando los gobiernos de facto prohibieron determinados textos por considerarlos subversivos, contrarios al régimen, etc.
Seguramente uno de los casos más bizarros que grafica lo señalado se dio en el año 1976, en Argentina, en la Universidad Nacional de Luján, cuando el coronel Jorge Alberto Maríncola ingresó al centro de estudios e interrogó al rector, Emilio Magnone.
-¿Dónde están las armas?
-En la biblioteca, respondió el rector.
Ante la sagaz respuesta, el militar mandó requisar la biblioteca íntegra, pero los efectivos solo encontraron libros, los cuales en su mayoría fueron destruidos.
De esta historia ya han pasado más de cuarenta años, así como también unas tres décadas desde el regreso de la democracia a la mayoría de los países de América del Sur. La situación es otra, sin dudas, pero siguen sucediendo en la región hechos que deben prender la alarma de las sociedades que apuestan al conocimiento y a la libertad de expresión.
Nuevos subversivos
Matías Coloma es un joven chileno, de Talcahuano, tiene 20 años y una sonrisa que abarca más de la mitad de su cara. Vende frutos secos y helados en la calle, además canta rap y hace un extra con quien quiera comprar sus discos.
Los fondos que recaudó en el pasado verano los invirtió en un viaje de mochilero por la región. Visitó Perú, Ecuador, Colombia y Venezuela, antes de regresar en bus a su país natal, en donde le sucedió un acontecimiento inesperado. En el paso fronterizo Los Libertadores, en la cordillera de los Andes, límite entre Argentina y Chile, fue detenido por la Brigada Investigadora de Delitos Económicos y acusado de contrabandista.
Coloma llevaba un “cargamento de libros con ideología marxista” y portaba “literatura anarquista”, según los informes de los medios de comunicación y de las declaraciones del mismo “acusado”. Entre los materiales que se le incautaron había material “chavista” y también un libro denominado Intifada volátil y explosiva (un libro de poesía de Luis Díaz).
El hecho, escalofriante por donde se lo mire, también tuvo su relato en los medios de comunicación, que alertaron de este tipo de sucesos que se vienen registrando en la frontera entre Argentina y Chile.
Un ejemplo con matices “bradburyanos” lo brindó el canal Ahora Noticias de Chile en un reportaje publicado el pasado 8 de mayo. Allí se daba cuenta que un equipo periodístico de ese medio “pasó varios días junto a funcionarios de la Aduana de Los Libertadores recolectando historias ligadas al contrabando de libros anarquistas, tráfico de drogas y otras situaciones que llegan en los más de seis mil buses extranjeros que ingresan al año por esta puerta de acceso”.
Es difícil de explicar cómo un medio de comunicación puede brindar una información de este tipo, en donde se pone en el mismo plano el presunto “contrabando de libros anarquistas” y el “tráfico de drogas”.
Claro está que también otros medios de comunicación informaron sobre la noticia del contrabando de libros, poniendo el énfasis en que se trataba de material proveniente de Venezuela, con ideología marxista y anarquista.
Lo narrado no puede quedar exclusivamente en una anécdota. No se trata solo del caso de un joven rapero, sino de conductas que se repiten, de violaciones a las libertades y a los derechos más esenciales en plena democracia, y fundamentalmente a la demonización de una ideología, que puede compartirse o no, pero lo que sí es seguro es que no puede censurarse.
También es preciso estar atentos a las condenas mediáticas de determinados gobiernos, como es el caso de Venezuela. Y no es cuestión de estar a favor o en contra del gobierno de Maduro, sino de entender que existe un poder mediático que siempre nos cuenta una historia funcional a sus intereses políticos y económicos.
Un poder mediático que por lo general no censura las violaciones de los derechos humanos de los poderosos pero se atentan contra los más débiles, que forma opinión con el sesgo informativo y que apuesta a la falta de cultivo personal de la sociedad.
Un poder mediático que nos está diciendo que leer determinada literatura es nocivo, que nos dicen cuáles son los buenos y los malos gobiernos, nuestros enemigos y nuestros amigos, que nos brindan “entretenimiento” para no pensar.
Por eso es imprescindible no ser indiferentes, denunciar estos hechos e ir a la biblioteca a tomar nuestras armas para construir una sociedad más libre, basada en las palabras de Artigas, en la que seamos tan ilustrados como valientes.
Publicado en semanario Voces. Edición del 18 de mayo de 2017.
Bradbury escribió ese libro en el año 1953. La historia refiere a un personaje llamado Montag, que es integrante de un cuerpo de bomberos que tenía como misión, adjudicada por el gobierno, detectar bibliotecas y quemarlas. El nombre de la obra –Farenheit 451– alude a la temperatura que se necesita para que arda el papel. Para la administración del país de Montag (no recuerdo con precisión si se mencionaba la nación) era mucho más fácil gobernar a un pueblo que no leyera, a una sociedad poco ilustrada que a un colectivo que tuviera acceso al conocimiento. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
El relato de ciencia ficción de Bradbury se hizo real a lo largo de la historia de la humanidad y tuvo un apogeo veinte años después de la publicación de la obra, en las dictaduras latinoamericanas, cuando los gobiernos de facto prohibieron determinados textos por considerarlos subversivos, contrarios al régimen, etc.
Seguramente uno de los casos más bizarros que grafica lo señalado se dio en el año 1976, en Argentina, en la Universidad Nacional de Luján, cuando el coronel Jorge Alberto Maríncola ingresó al centro de estudios e interrogó al rector, Emilio Magnone.
-¿Dónde están las armas?
-En la biblioteca, respondió el rector.
Ante la sagaz respuesta, el militar mandó requisar la biblioteca íntegra, pero los efectivos solo encontraron libros, los cuales en su mayoría fueron destruidos.
De esta historia ya han pasado más de cuarenta años, así como también unas tres décadas desde el regreso de la democracia a la mayoría de los países de América del Sur. La situación es otra, sin dudas, pero siguen sucediendo en la región hechos que deben prender la alarma de las sociedades que apuestan al conocimiento y a la libertad de expresión.
Nuevos subversivos
Matías Coloma es un joven chileno, de Talcahuano, tiene 20 años y una sonrisa que abarca más de la mitad de su cara. Vende frutos secos y helados en la calle, además canta rap y hace un extra con quien quiera comprar sus discos.
Los fondos que recaudó en el pasado verano los invirtió en un viaje de mochilero por la región. Visitó Perú, Ecuador, Colombia y Venezuela, antes de regresar en bus a su país natal, en donde le sucedió un acontecimiento inesperado. En el paso fronterizo Los Libertadores, en la cordillera de los Andes, límite entre Argentina y Chile, fue detenido por la Brigada Investigadora de Delitos Económicos y acusado de contrabandista.
Coloma llevaba un “cargamento de libros con ideología marxista” y portaba “literatura anarquista”, según los informes de los medios de comunicación y de las declaraciones del mismo “acusado”. Entre los materiales que se le incautaron había material “chavista” y también un libro denominado Intifada volátil y explosiva (un libro de poesía de Luis Díaz).
El hecho, escalofriante por donde se lo mire, también tuvo su relato en los medios de comunicación, que alertaron de este tipo de sucesos que se vienen registrando en la frontera entre Argentina y Chile.
Un ejemplo con matices “bradburyanos” lo brindó el canal Ahora Noticias de Chile en un reportaje publicado el pasado 8 de mayo. Allí se daba cuenta que un equipo periodístico de ese medio “pasó varios días junto a funcionarios de la Aduana de Los Libertadores recolectando historias ligadas al contrabando de libros anarquistas, tráfico de drogas y otras situaciones que llegan en los más de seis mil buses extranjeros que ingresan al año por esta puerta de acceso”.
Es difícil de explicar cómo un medio de comunicación puede brindar una información de este tipo, en donde se pone en el mismo plano el presunto “contrabando de libros anarquistas” y el “tráfico de drogas”.
Claro está que también otros medios de comunicación informaron sobre la noticia del contrabando de libros, poniendo el énfasis en que se trataba de material proveniente de Venezuela, con ideología marxista y anarquista.
Lo narrado no puede quedar exclusivamente en una anécdota. No se trata solo del caso de un joven rapero, sino de conductas que se repiten, de violaciones a las libertades y a los derechos más esenciales en plena democracia, y fundamentalmente a la demonización de una ideología, que puede compartirse o no, pero lo que sí es seguro es que no puede censurarse.
También es preciso estar atentos a las condenas mediáticas de determinados gobiernos, como es el caso de Venezuela. Y no es cuestión de estar a favor o en contra del gobierno de Maduro, sino de entender que existe un poder mediático que siempre nos cuenta una historia funcional a sus intereses políticos y económicos.
Un poder mediático que por lo general no censura las violaciones de los derechos humanos de los poderosos pero se atentan contra los más débiles, que forma opinión con el sesgo informativo y que apuesta a la falta de cultivo personal de la sociedad.
Un poder mediático que nos está diciendo que leer determinada literatura es nocivo, que nos dicen cuáles son los buenos y los malos gobiernos, nuestros enemigos y nuestros amigos, que nos brindan “entretenimiento” para no pensar.
Por eso es imprescindible no ser indiferentes, denunciar estos hechos e ir a la biblioteca a tomar nuestras armas para construir una sociedad más libre, basada en las palabras de Artigas, en la que seamos tan ilustrados como valientes.
Publicado en semanario Voces. Edición del 18 de mayo de 2017.
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