Mélenchon, en la búsqueda de un modelo ideal de izquierda, destacaba características de las administraciones mencionadas, de sus líderes y de los colectivos políticos que eran los protagonistas de esta nueva era. Dentro de ellos, el líder francés afirmaba que el Frente Amplio de Uruguay se constituía en el mejor ejemplo de lo que debe ser un partido de izquierda.
Entre las características que se destacaban del Frente Amplio la que más se ponderaba era su estructura, definida por esta fuerza política como “coalición y movimiento”. Lo más sorprendente para quien observe desde el exterior esta creación –que tiene medio siglo de vida– es cómo han podido convivir corrientes ideológicas tan diferentes bajo el mismo techo (socialistas, comunistas, tupamaros, socialdemócratas, batllistas, trosquistas, librepensadores, etc.) y también cómo prácticamente todas las fuerzas progresistas e izquierdistas del país, con pensamientos tan disímiles, acuerdan un programa de gobierno, votan y caminan juntas.
La respuesta es sencilla: hay objetivos comunes entre los integrantes de la coalición y diferencias muy grandes, y en algunos casos irreconciliables, con quienes no forman parte de esta familia política. Así se construye, vive y sobrevive la “unidad en la diversidad” de pensamientos y posiciones de los frenteamplistas.
Hace algunos días un amigo buscaba explicaciones al reciente triunfo del presidente electo de Ecuador, Guillermo Lasso. Más allá de la campaña para el balotaje, en donde el banquero acudió a algunos de los más afamados y cotizados consultores, hay un elemento que es claro: el candidato de la Unión por la Esperanza, Andrés Arauz, habría sido elegido como jefe de Estado si hubiera logrado concretar una alianza con el colectivo progresista indígena de Pachakutik.
Lógicamente existían diferencias entre los dos grupos progresistas, pero no es intención de este texto analizarlas sino manifestar la incapacidad manifiesta de establecer una alianza en beneficio de los postulados que pregonaban ambos partidos.
Pero lo narrado no es un suceso aislado que se dio en Ecuador. En la misma jornada del 11 de abril también se llevaron a cabo los balotajes de las elecciones subnacionales de Bolivia. En el país del altiplano, el MAS –del presidente Luis Arce y del exmandatario Evo Morales– perdió en las cuatro circunscripciones en que postuló, quedándose únicamente con las administraciones en las que había logrado ganar en primera vuelta. La lectura es clara, el MAS es la principal fuerza en Bolivia, pero más allá de los votos propios no logra generar alianzas con otros colectivos, que terminan uniéndose para derrotarlos.
El próximo 6 de junio habrá balotaje en Perú, y serán las alianzas las que definan quién comandará los destinos del país incaico. Por un lado, el izquierdista Pedro Castillo (19,09% en primera vuelta), por otro la hija del dictador, la derechista Keiko Fujimori (13,36%). Ninguno de los dos alcanzó siquiera el 20% de las adhesiones, sumados ambos candidatos llegan apenas al 32%, lo que implica que para casi el 70% de los peruanos no son la primera opción.
La política de alianzas será definitoria para elegir el próximo presidente o presidenta de los peruanos y Fujimori ya ha dado señales claras a los conservadores que fueron candidatos. De momento, Castillo no parece convocar a una unión de fuerzas progresistas.
La enseñanza parece clara, si las izquierdas del continente no generan espacios de diálogo y acuerdo con organizaciones sociales y colectivos progresistas que tengan ideas diferentes y no vota junta, los conservadores seguirán ganando terreno y gobernando pueblos en una región que cada día queda más inmersa en una crisis política, social, sanitaria y económica. Los más postergados serán los que paguen por la incapacidad del diálogo político de dirigentes que apuesten por el individualismo y dejen de lado la unidad en la diversidad.
Publicado en:
El Post Antillano de Puerto Rico, edición del 20 de abril de 2021.
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