“La característica más significativa que tengo es que soy idéntico al noventa y nueve por ciento de mi pueblo. Esa característica me hace sentir sus problemas, me hace entender sus problemas, me hace frecuentar con él en los primeros cinco minutos y hasta me hace ser un buen conductor de ese pueblo que es un pueblo bueno”, decía el expresidente panameño Omar Torrijos cuando estaba en funciones, y viene al caso para entender la imagen que proyectan los candidatos en general en los períodos electorales.
En 2019 habrá elecciones presidenciales –y en algunos casos también legislativas– en El Salvador, Guatemala, Panamá, Bolivia, Uruguay y Argentina, y locales en Ecuador, Colombia y México, si nos ceñimos exclusivamente a Latinoamérica, por lo que ya comienzan a conocerse las definiciones concretas de quiénes serán candidatos en esos países.
Definido quién será el postulante comienza casi en forma inmediata una gigantesca exposición mediática que obligará al candidato a tratar de empatizar con la ciudadanía, o al menos con un determinado segmento poblacional, en el menor tiempo posible, porque de ello depende su objetivo político.
Torrijos aseguraba que era idéntico al noventa y nueve por ciento de su pueblo, y esa era una gran fortaleza, ya que es más fácil empatizar con un par que con alguien que se encuentre más distante de nosotros, pero al mismo tiempo no toda la ciudadanía es igual, fundamentalmente en América Latina, donde las desigualdades son estrepitosas.
Esas inequidades ciudadanas llevan a que los políticos fuercen su imagen durante la campaña –en forma continua muchas veces–, llegando al punto en varias ocasiones de romper su identidad o dañar su reputación. El expresidente brasileño Lula Da Silva, por ejemplo, lograba gran identificación con los obreros, era un par de ellos, pero estaba más lejos de las clases sociales y económicas más altas, por lo que cuenta la leyenda que no ganó una elección hasta que no comenzó a vestir un terno.
Es muy habitual en campaña también encontrarnos con candidatos, por lo general de partidos conservadores, que empatizan claramente con las élites de sus países, pero para ganar necesitan del voto de los sectores populares, por lo que a veces los encontramos recorriendo zonas pobres ataviados como ricos, besando y abrazando votantes sin reprimir la cara de repulsión, o participando de programas televisivos cómicos. También recordarán alguno que ha llegado a realizar alguna acrobacia callejera u otro –que es multimillonario– que simulaba utilizar medios de transporte colectivos.
Estas situaciones se ven potenciadas además por los medios de comunicación y las redes sociales, por lo que “el espectáculo, el desmedido afán de notoriedad, la impostura, la sobreactuación, el narcisismo y la caída fácil ante el halago” pueden llevar al candidato a convertirse “en una caricatura ridícula de sí mismo, en un esperpento, en una persona simple, vaga y poco fiable, y sobre todo supone una grave falta de respeto al ciudadano”, dice el prólogo del libro El Candidato, de Julio César Herrero y Amalio Rodríguez Chuliá.
Esa falta de respeto va de la mano con la subestimación de ese ciudadano, que notará en mayor o menor tiempo qué cosas forman parte de la planificación estratégica del equipo de campaña y qué otras son realmente la identidad del candidato, o sea, qué cosas son ciertas y cuáles un simple artilugio para ganar votos.
La gente no es tonta y la ciudadanía sabe apreciar cuando el mensaje es auténtico, claro y sincero, cuando el candidato logra empatizar desde su propio lugar, sin artilugios, sin maquillajes y sin engaños, y también cuando una campaña es improvisada o existe una planificación estratégica seria detrás.
En 2019 habrá elecciones presidenciales –y en algunos casos también legislativas– en El Salvador, Guatemala, Panamá, Bolivia, Uruguay y Argentina, y locales en Ecuador, Colombia y México, si nos ceñimos exclusivamente a Latinoamérica, por lo que ya comienzan a conocerse las definiciones concretas de quiénes serán candidatos en esos países.
Definido quién será el postulante comienza casi en forma inmediata una gigantesca exposición mediática que obligará al candidato a tratar de empatizar con la ciudadanía, o al menos con un determinado segmento poblacional, en el menor tiempo posible, porque de ello depende su objetivo político.
Torrijos aseguraba que era idéntico al noventa y nueve por ciento de su pueblo, y esa era una gran fortaleza, ya que es más fácil empatizar con un par que con alguien que se encuentre más distante de nosotros, pero al mismo tiempo no toda la ciudadanía es igual, fundamentalmente en América Latina, donde las desigualdades son estrepitosas.
Esas inequidades ciudadanas llevan a que los políticos fuercen su imagen durante la campaña –en forma continua muchas veces–, llegando al punto en varias ocasiones de romper su identidad o dañar su reputación. El expresidente brasileño Lula Da Silva, por ejemplo, lograba gran identificación con los obreros, era un par de ellos, pero estaba más lejos de las clases sociales y económicas más altas, por lo que cuenta la leyenda que no ganó una elección hasta que no comenzó a vestir un terno.
Es muy habitual en campaña también encontrarnos con candidatos, por lo general de partidos conservadores, que empatizan claramente con las élites de sus países, pero para ganar necesitan del voto de los sectores populares, por lo que a veces los encontramos recorriendo zonas pobres ataviados como ricos, besando y abrazando votantes sin reprimir la cara de repulsión, o participando de programas televisivos cómicos. También recordarán alguno que ha llegado a realizar alguna acrobacia callejera u otro –que es multimillonario– que simulaba utilizar medios de transporte colectivos.
Estas situaciones se ven potenciadas además por los medios de comunicación y las redes sociales, por lo que “el espectáculo, el desmedido afán de notoriedad, la impostura, la sobreactuación, el narcisismo y la caída fácil ante el halago” pueden llevar al candidato a convertirse “en una caricatura ridícula de sí mismo, en un esperpento, en una persona simple, vaga y poco fiable, y sobre todo supone una grave falta de respeto al ciudadano”, dice el prólogo del libro El Candidato, de Julio César Herrero y Amalio Rodríguez Chuliá.
Esa falta de respeto va de la mano con la subestimación de ese ciudadano, que notará en mayor o menor tiempo qué cosas forman parte de la planificación estratégica del equipo de campaña y qué otras son realmente la identidad del candidato, o sea, qué cosas son ciertas y cuáles un simple artilugio para ganar votos.
La gente no es tonta y la ciudadanía sabe apreciar cuando el mensaje es auténtico, claro y sincero, cuando el candidato logra empatizar desde su propio lugar, sin artilugios, sin maquillajes y sin engaños, y también cuando una campaña es improvisada o existe una planificación estratégica seria detrás.
Publicado en El Siglo de Guatemala. Edición del 28 de noviembre de 2018.
Publicado en Semanario Voces. Edición del 29 de noviembre de 2018.
Publicado en HispanTV. Edición del 29 de noviembre de 2018.
Publicado en Rebelión. Edición del 30 de noviembre de 2018.
Publicado en Kaos en la Red. Edición del 1 de diciembre de 2018.
Publicado en HispanTV. Edición del 29 de noviembre de 2018.
Publicado en Rebelión. Edición del 30 de noviembre de 2018.
Publicado en Kaos en la Red. Edición del 1 de diciembre de 2018.
Comentarios
Publicar un comentario