El populismo del siglo XXI


En los últimos años el término populismo parece haber mutado, su uso se ha convertido fundamentalmente en una acusación que se utiliza livianamente –por parte de actores políticos y de la prensa generalmente– para desprestigiar a un gobierno o a un candidato, e incluso es habitual escuchar convocatorias para enfrentarse a los mismos.
No existen líderes políticos o partidos que se autodenominen populistas. El populismo se lo vincula con la demagogia, con las malas prácticas en el gobierno, con multiplicidad de aristas discursivas en pro del pueblo, entre otros.
El mote de populista incluso trasciende el habitual clivaje izquierda – derecha; está más emparentado con el establishment antiestablishment; pero el populismo en sí refiere a una elite corrompida y a un pueblo subyugado, y en ese contexto es donde surge el líder que representa los intereses de la gente.
El expresidente uruguayo José Pepe Mujica afirmó, cuando aún ejercía como jefe de Estado, que no se podía hablar más de austeridad, sino que era necesario referirse a la “sobriedad”, porque el término en cuestión había sido prostituido en Europa, ya que ahora se lo vinculaba directamente con gente en el paro o con recortes de políticas sociales y no con su significado real.
No le faltaba razón a Mujica. El lenguaje está vivo, continuamente aparecen neologismos, algunos extranjerismos pasan a formar parte de nuestro vocabulario y también salen algunas palabras del diccionario, al tiempo que otras varían su significado, y posiblemente ese es el caso de la definición actual de populismo.
Decía el expresidente ecuatoriano Rafael Correa, en el documental español Salvados que populismo es todo aquello que las élites no saben explicar, en referencia a las acusaciones que les hacía la derecha continental a los gobiernos progresistas de principios de este siglo. Esta definición comprueba la trivialización que se ha hecho de este vocablo.
Actualmente el término populismo comienza a ser más emparentado con el avance de las extremas derechas en el mundo, fundamentalmente por los brotes fascistas que se han dado en muchos países de Europa –el surgimiento de Vox en España hizo que este fenómeno fuera más visible para los latinoamericanos–, en Estados Unidos y también en América Latina, ante el triunfo electoral de Jair Bolsonaro en Brasil.
Definido el populismo, el debate en cuestión es si es necesario combatirlo como fenómeno, más aún si se toma en cuenta que estas expresiones poseen un respaldo registrado en las urnas. No parece ser una opción razonable. Pero sí lo es defender algunos postulados que habitualmente atacan, entre ellos el desprestigio del sistema político formal y la pérdida de derechos ciudadanos.
Entre otros aspectos, los actuales populismos logran crecer como alternativa ante escenarios de acusaciones de corrupción –fenómeno que no es de derecha ni de izquierda–, lo hacen desacreditando el sistema y al mismo tiempo dañando la democracia, y ese es un valor a defender por los partidos políticos y la sociedad civil organizada.
También proponen terminar con algunos derechos adquiridos por la sociedad, entre ellos recortes de partidas presupuestales en materia de género (Vox promovía terminar con la ley de violencia hacia la mujer, por ejemplo), políticas antimigración, fin de ayudas a colectivos gays, y a otras mal denominadas “minorías”.
Los populismos propiamente dichos no son un problema, no debe asustarnos la palabra, aunque tenemos que promover el correcto uso de su significado; pero sí debemos ser defensores de la democracia, no olvidar las dictaduras cívico-militares que asolaron la región y también ser férreos defensores de nuestros derechos ciudadanos, ganados en muchos años de luchas sociales. De eso depende la calidad de nuestras democracias.

Publicado en Revista Democrática de Brasil. Edición de marzo de 2019.

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