Hace más de 60 años Stanley Milgram, de la Universidad de Yale, realizó un experimento que buscaba comprobar un comportamiento humano: si éramos capaces de acatar órdenes de una autoridad, aunque ellas contravengan nuestras creencias.
El hecho acontecía de la siguiente forma: una autoridad le pedía a un voluntario que castigara con descargas eléctricas a una persona –se trataba de un actor, lógicamente– cuando esta dijera respuestas incorrectas. A medida que los errores se sucedían las descargas aumentaban su voltaje, llegando a convertirse la acción en un acto de tortura, que de haber sido real seguramente habrían ocasionado la muerte de la víctima.
Lo grave del experimento es que ninguno de los voluntarios que participó se negó a aplicar las descargas y más de la mitad administraron 450 voltios, a pesar de los gritos desesperados de las presuntas víctimas. Una de las enseñanzas que dejó este estudio fue la teoría de la cosificación, a través de la cual un individuo se ve a sí mismo como un instrumento que está cumpliendo con los deseos de otra persona, por lo tanto, no es responsable de sus actos.
Ejemplos hay de sobra en nuestra América Latina, fundamentalmente vinculados a las violaciones de los derechos humanos que se dieron en el continente en las dictaduras cívico-militares de antaño, y también en varios abusos que al día de hoy siguen dándose, como, por ejemplo, la reciente matanza realizada por efectivos del ejército mexicano en Nuevo Laredo, Tamaulipas, entre otros tantos desbordes que acontecen.
Estos actos son una atrocidad que vive nuestro continente, pero hay otras de las que no somos del todo conscientes, y es cómo nos convertimos en cómplices del efecto Milgram, cuando ante los problemas de seguridad que tenemos en América Latina invocamos una y otra vez soluciones que deberían cruzar por mucho las líneas rojas de nuestra consciencia.
Hace pocos días tuve el inmenso honor de intercambiar con estudiantes mexicanos sobre el rol que tuvieron los movimientos sociales uruguayos en la década del 80 en la defensa de las instituciones democráticas, y sobre cómo actualmente muchos de los ciudadanos de nuestro continente claman por acciones que son violatorias a los derechos humanos.
No importa el país, siempre hay alguien que ante los problemas de inseguridad nos afirma: acá lo que nos hace falta es un Bukele, posiblemente sin conocer en profundidad las violaciones a los derechos humanos que practica un día sí y otro también el gobierno de El Salvador; así como también estos desprevenidos opinadores resultan ser víctimas inconscientes de las estrategias de comunicación de gobierno del país centroamericano.
Nadie puede negar que El Salvador tenía –y tiene– graves problemas de seguridad pública producto de las maras, pero la solución encontrada por la actual administración fue encerrar a todos aquellos que parezcan sospechosos, ante la evidencia del porte de cara, porte de tatuajes o porte de pobreza. Todos van a parar a megacárceles, en donde los vemos rapados, corriendo descalzos, sin otra prenda que un pantalón corto y llevándose golpes de sus carceleros; también nos enteramos de boca del presidente que la comida para los privados de libertad será insuficiente, que las visitas casi inexistentes, que la defensa jurídica brillará por su ausencia y otras tantas perlas para ese collar de atropellos. Culpables e inocentes, todos juntos al paredón.
Es que la gente está cansada, argumentan quienes reclaman Bukeles propios. Es que ya no se puede salir, es que te roban, te matan, te secuestran, te asaltan, etc.
No se puede tapar el sol con la mano. La región vive grandes problemas de inseguridad, algunos países más que otros, sin dudas, pero es casi una regla general. América Latina es insegura. Y ante la incapacidad de nuestros gobernantes de solucionar este gran tema surgen iniciativas extremas que no miden las consecuencias.
Pero también surgen los Bukeles de ocasión, que ante la popularidad alcanzada por el presidente salvadoreño que prometió terminar con las maras –colectivos criminales que según investigaciones periodísticas contribuyeron en la financiación de su misma campaña electoral–, imitan la fórmula y proponen sangre y plomo para paliar los males. Prácticamente la eliminación de un sistema judicial que dé garantías y la llegada de un régimen de gatillo fácil.
Recientemente el presidente de El Salvador afirmó que terminaría también con la corrupción política de los gobiernos anteriores, en una nueva cruzada mesiánica y mediática de las que nos tiene acostumbrado en sus shows de comunicación de gobierno. Pocas garantías parecen existir para los que señale el dedo acusador del mandatario.
Pero, ¿realmente se acaba así la inseguridad y la corrupción de un país? ¿Es un modelo a seguir? Quizás encerrando a todos aquellos que según la arbitrariedad policial porten cara de delincuentes, tatuajes o signos de pobreza y violando sus derechos humanos, se termine con una parte del delito –claramente no con los delitos de cuello blanco, ni con los que el mismo gobierno está cometiendo con estas acciones–, pero la inseguridad la vivirán las potenciales víctimas de preconcebidas creencias de gendarmes de ocasión.
La insatisfacción ciudadana ante la inseguridad, sumadas a las carencias económicas que se viven en la región, posiblemente sean uno de los elementos que han llevado a los latinoamericanos a creer cada vez menos en la democracia y en las instituciones, según las investigaciones de los últimos años del Latinobarómetro. Esta situación ha generado un espacio para el surgimiento de nefastos personajes políticos, que aprovechan la oportunidad para ganar poder, ofreciendo soluciones que prometen terminar con una inseguridad para comenzar con otra, la del nuevo régimen del terror del Estado.
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